Son una, dos, tres, cuatro, siete veces. Siete veces, sí, finalmente, son las veces que el número 10 del equipo mira hacia atrás antes de recibir la pelota. Está en zona de tránsito rápido, el mediocampo, y sabe que, si falla, su equipo quedará desbalanceado: los laterales han pasado al ataque y los demás volantes se disponen a encontrar las hendijas por donde detonar la defensa rival.
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A Thomas Müller no le podían decir bala: no destacaba por rapidez. Rayo tampoco. Tampoco toro o tanque: fuerte no era. Sin embargo, cada vez que el Bayern de Múnich hacía peligrar el arco rival, Thomas era el autor intelectual o el autor material, o gestaba la jugada o marcaba el gol. ¿Cómo hacía? ¿De qué manera? Era joven, había tiempo para evaluarlo. Algún diferencial tenía que tener. Pero no tardaron mucho en descubrirlo: eran los espacios, los espacios que el furtivo goleador alemán ocupaba, y cómo lo hacía, y qué miraba y cómo, y qué atacaba y cuándo. Léase: qué veía, dónde ponía el ojo. Cazador de espacios, así lo apodaron, mote que no solo fundó un nuevo sentido en todos aquellos que apreciaban, maravillados, los desplazamientos y la ridícula efectividad de Müller, sino que además hizo escuela en las generaciones venideras.
El número 10 del equipo es algo colorado, algo bajo, algo fuerte, algo ágil. Lo único que es concreto y de él se desprende en su completud es su visión. Dijimos: ya miró una, dos, tres, cuatro, hasta siete veces por encima de su hombro. Hasta que recibe la pelota. El pase proviene de un defensor central. El 10 es Alexis Mac Allister, quien todavía no está al tanto del mundial que hará, para eso aún queda poco más de un mes. El 10 es Mac Allister, entonces, el argentino nacido en Argentinos Juniors, con paso por Boca. El 10 es él, quien ahora gira, en un toque, el cuerpo perfilado hacia la izquierda, traslada unos metros y, en menos de tres segundos, deja al extremo mano a mano con el arquero. La pelota termina en el arco, inflando la red, y todos festejan. En poco más de un mes estará haciendo lo mismo, festejando, pero con la camiseta de su país y la copa de 6.142 kilos encima.
¿Qué mira un jugador de fútbol para destacar? El espacio. El jugador que aprende a mirar el espacio vacío es una amenaza andante. Nada lo puede detener porque su tarea casi que no necesita de la pelota. Se estima que un jugador promedio tiene la pelota entre tres y cuatro minutos, como máximo (sí, como máximo), en su posesión. De noventa, cuatro minutos. ¿Qué sucede con los restantes ochenta y seis? El jugador se mueve, debe hacerlo, es un cazador en plena jungla.
Si no, ¿cómo es posible que Messi, caminando como lo hace en gran parte del partido, de repente aparezca tantas veces en soledad? ¿Cómo puede ser, siendo que es el jugador más temido y por tanto más observado, más perseguido? Porque mira, sabe mirar, y cuando menos lo esperás, ¡zaz!, Messi tajea, como hace quince años, la cancha de derecha a izquierda, para luego reventar el ángulo, o más bien acariciarlo, y sale disparado al encuentro con su hinchada. Hace quince años que hace lo mismo y hace quince años que no lo pueden detener.
Cuando dirigía al Bayern, Pep Guardiola tenía una forma particular de evaluar a su número 5, al ya para ese entonces reconocido Bastian Schweinsteiger. Una forma de evaluación que, a la vez, era una forma de formación, valga el juego de palabras. ¿Cómo lo hacía? En un momento determinado de la práctica en cancha completa, Guardiola frenaba el juego y colocaba una bolsa en la cabeza de Schweinsteiger, y ahí el jugador, sin visión alguna, tenía que señalar dónde estaban los espacios vacíos que él, o algún compañero suyo, podría ocupar para franquear las líneas rivales.
El jugador que sabe mirar gana tiempo. Y en un fútbol tan cronometrado, tan absurdamente milimétrico, quien gana un segundo, como en el automovilismo, ganará una eternidad. Eso es lo que hace Mac Allister, lo que hace en Brighton y lo que lo llevó a brillar en el Mundial. Lo que hacían Iniesta, Riquelme, Zidane. Lo que deberían intentar todos.
por Branco Troiano