Nadie es inmune a los sesgos. Ni siquiera los y las especialistas en metacognición, que estudian y se preocupan por evitarlos. De hecho, es un sesgo creerse inmune a los sesgos. Los atajos mentales están al alcance de la mano todo el tiempo, en cualquier área del conocimiento, hasta en cualquier diálogo de la vida cotidiana. El cerebro es perezoso, le es más cómodo repetir lo que considera verdadero que poner en crisis sus construcciones.
El sesgo de confirmación es una de las estrellas más luminosas en el extenso cielo de los atajos mentales. Básicamente, es la tendencia a imprimirle rigor de verdad a aquellos datos, ideas o razonamientos que están en sintonía con lo que creemos que es verdad. Del mismo modo, este sesgo nos empuja a ignorar todos aquellos datos, ideas o razonamientos que ponen en crisis lo que pensamos.
Un ejemplo: leímos, vimos en un video o nos enseñaron en clase que el fenómeno X está generado por la situación A. La explicación nos cerró y la entendimos, entonces la incorporamos como verdadera. Sin embargo, esa relación entre X y A es falsa y hay argumentos que explican por qué esa relación es falsa. Pero nosotros no estamos dispuestos a revisar lo que sostenemos como verdad, entonces por más brillante que sea la explicación nos mantenemos en la misma línea. De hecho, el sesgo de confirmación nos lleva a seguir leyendo sobre lo que creemos que es verdad, a dialogar con gente que piensa igual que nosotros y a deslegitimar todo aquello que propone algo distinto. Sólo buscamos confirmar nuestros prejuicios: sólo vemos lo que queremos ver.
Así es como el conocimiento deja de ser un territorio abierto a la reinterpretación para convertirse en una creencia que sostenemos desde las emociones, independientemente de lo que es verdad o no.
Las redes sociales son el espacio por excelencia para observar cómo funciona este sesgo. Los algoritmos que distribuyen los contenidos conocen en detalle nuestros intereses, nuestra inclinación ideológica y nuestros criterios de consumo. A partir de esos datos, nos muestran lo que queremos ver. Si pensamos A, nos sugiere textos, videos, chistes y usuarios que piensan A. Si pensamos B, lo mismo pero con B. Y así cada cual en su burbuja sin moverse de sus creencias. Hasta peor: sin saber que existen otras formas de pensar. Es decir, sin pensar.
Hace siglos que este tema está bajo la lupa. El filósofo inglés Francis Bacon, en su obra cumbre Novum organum (1620), explica que el entendimiento humano, una vez que ha adoptado una opinión dibuja la estructura necesaria para apoyar y mostrar conformidad con ella. No importa ni el peso ni la cantidad de ejemplos que expresen lo contrario, esa persona “va a ignorar, despreciar, prescindir de ellos o rechazarlos a su conveniencia”.
El sesgo de confirmación está al acecho permanente. Dentro de un aula, por ejemplo, es común observar que tanto docentes como estudiantes recuerdan información de manera selectiva, o la interpretan y la comparten de forma sesgada. Un o una docente tiene que identificar sus sesgos para realizar exposiciones amplias, incluso poniendo en evidencia sus propias limitaciones y sesgos. Lo mismo para los y las estudiantes. En el intercambio y en la discusión se construye el conocimiento. La historia de la filosofía es la imagen más precisa de este proceso. Defender escuelas de pensamiento por cercanía emocional sólo contribuyó a generar fanatismos, es decir, a fomentar comportamientos irracionales.
La educación hace décadas que dejó de enfocarse solamente en los datos. El siglo XXI exige una lectura interpretativa: lo importante es cómo pensamos, cómo construimos conocimiento. Los abordajes interdisciplinarios son una herramienta clave en busca de este objetivo. La amplitud de miradas siempre propone respuestas. No se puede poner en crisis lo que uno piensa desde lo que uno piensa. Hay que salirse de uno mismo y de sus propios territorios. Y no solo eso: incentivar a que otros y otras también lo hagan. Ahí empieza el intercambio.